Una democracia más directa


Tenemos el extraño privilegio de vivir en una época de cambios o, mejor dicho, en un cambio de época. La modernidad está dejando paso a un nuevo tiempo que la mayor parte de los pensadores llaman posmodernidad.
Pienso que nuestros padres vivieron tiempos mucho más estables y predecibles y que nuestros hijos o nietos probablemente experimentarán algo similar. Porque la historia demuestra que los cambios un día se acaban y les sigue una consolidación. Pero los protagonistas del 2000 -los que vivimos parte de nuestras vidas con un pie en cada milenio- vimos transformarse radicalmente instituciones básicas de la sociedad: desde la familia, pasando por el sistema económico, hasta el régimen político.
Pero en este artículo quisiera hacer foco en algo que estuvimos viendo en los últimos tiempos, que es la paulatina desaparición de las instituciones republicanas.
Daría la impresión que el principal poder del Estado, el parlamentario -que representa al soberano- hace rato que es una escribanía del poder ejecutivo que, como su nombre lo indica, es quien debería simplemente ejecutar lo decidido por el soberano; por eso se lo llama, primer mandatario. Estos poderes, junto a aquel que sirve para dirimir diferencias y realizar el control de la constitucionalidad, quedaron cada vez más condicionados por un poder emergente, resultado de la evolución tecnológica: el periodismo.
Personalmente, me formé en un periodismo que no firmaba sus artículos y pude observar la enorme transformación que vivieron los medios de comunicación hasta transformarse en el llamado Cuarto Poder.
Sin embargo, la publicidad de los actos de gobierno siempre fue un principio republicano por lo que podríamos decir que la libertad de prensa ejerce un rol compensador entre los poderes.
Pero esa misma tecnología que transformó al periodismo en un pilar fundamental de la nueva república desarrolló mecanismos de democracia directa que pusieron en duda la importancia de la intermediación institucional.
Consecuentemente, el debilitamiento de los partidos políticos se vio reflejado en el empobrecimiento del poder legislativo; en el desarrollo de una burocracia ejecutiva bestial; en el protagonismo tecnocrático, y en la desaparición de los punteros barriales, entre muchos otros fenómenos. Semejante transformación mimetizó al poder judicial y, de una u otra manera, al periodismo, y el resto de las instituciones -la Iglesia, los sindicatos, las fuerzas armadas o de seguridad, los clubes y asociaciones-, que también sufrieron el efecto desintermediador de la posmodernidad.
De a poco el análisis político, que inicialmente se podía realizar a nivel partidario -porque su influjo impregnaba a todas las instituciones- pasó a tener un abordaje sectorial y, finalmente, es casi imposible prever el comportamiento social, dada su desestructuración total.
La influencia de los atentados en Atocha en el resultado electoral tres días después lo demostró en España, en 2004; el plebiscito por la paz en Colombia y el referendo por el Brexit, en 2016, fueron la primera señal de que las encuestas ya no podían acertar correctamente los resultados electorales.
Las democracias empezaron a insistir en el concepto de liderazgo, que significa ir adelante del pelotón, por sobre el de dirigencia, que implica una conducción. Liderar empezó a ser interpretar; el mejor líder es el que sabe interpretar y ya no el que utiliza al aparato estatal para producir una transformación social sobre la base de una ideología o de un pensamiento doctrinario, que era lo que aspiraba a hacer la antigua dirigencia política.
Pero es importante advertir que el soberano decide su voto -cuando lo emite- muy influenciado por sus vivencias del día de la votación y, por ser un tiempo posmoderno, por lo que siente más que de lo que piensa; y esas maquinaciones pueden cambiar de un día para el otro y abandonar al sujeto de sus preferencias sin que medie ningún acontecimiento traumático. Los períodos de cuatro años se volvieron eternos para la legitimidad presidencial.
Mientras tanto la población se moviliza. Lo que antes era algo exclusiva de las clases populares se tornó en un resorte de las clases medias que, ante el primer síntoma de molestia, agitan primero las redes sociales y luego se manifiestan públicamente, si es que el acontecimiento efectivamente lo justifica.
Por eso el Cordobazo de 1969 fue algo totalmente excepcional. Los estudiantes marcharon con los trabajadores, como en Francia y en Berkley. En 2002 pudimos verlo cada vez más seguido en nuestro país empezando por los cacerolazos de los ahorristas en 2002; siguiendo en las marchas de Blumberg, iniciadas en 2004; en los cortes de ruta autoconvocados del campo, en 2008, y en los cacerolazos contra el gobierno de Cristina Kirchner.
En el mundo también se empezaron a ver, en 2011, expresiones de protestas callejeras; en el Magreb, durante la llamada Primavera Arabe, y en expresiones electorales que empiezan a cuestionar los postulados “políticamente correctos” y rechazan al establishment político y periodístico. Donald Trump, el Brexit, los nacionalismos europeos y Jair Bolsonaro son claros exponentes de eso.
En los últimos tiempos empezamos a ver un cuestionamiento duro contra la prensa, desde ambos lados de la grieta; en la Argentina, pero también en la región. Este año pudimos ver a los movileros de medios con posiciones encontradas maltratados en el encuentro de mujeres, en La Plata; en la protesta contra el consulado chileno, en el microcentro porteño, y en Bolivia, con ocasión del reciente recambio presidencial.
No nos debería llamar la atención el deterioro y la pérdida de independencia de los poderes políticos o del periodismo. Lo que sí debemos observar es el paso de una democracia republicana a una democracia plebicitaria que, por perder los resortes que equilibran el poder, corre mucho riesgo de oligaraquizarse.+

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