Ningunos giles


Nunca me sentí un gil. Tampoco un vivo. Nunca quise jugar en la liga de los vivos.
Siempre quise hacer lo que me correspondía o, para decirlo de una manera que me sienta mejor, lo que Dios manda.
Tal vez por eso no me agarró el cepo de principios de milenio. No recomendé a nadie -y hasta desrecomendé vehementemente- que se acepte inocentemente la limosna grande de los intereses impagables, ni incobrables... ni tuve un cobre para invertirlos allí. Había un riesgo implícito.
Sin embargo, la maravillosa creación de Eduardo Sacheri, llevada al cine bajo el título de La Odisea de los Giles, se sale de este planteo y se pone en el lugar de unos héroes que quieren resucitar la vida pueblerina de una localidad rural, Alsina, y de cómo los joroban los avivados de Villagran, la ciudad más cercana.
El sainete se convierte en un western, muy bien musicalizado con rock nacional de Arco Iris y Babasónicos, que le pone acción y suspenso a esta lindísima historia, cuya actualidad hace helar la sangre.
La dirección, el guión, las imágenes, el escenario, el elenco... todo es muy grato. Pero especialmente el final, que troca la tragedia ochentosa por el cine argentino contemporáneo, de Campanella o, en este caso, de Sebastián Borensztein.
Dios quiera que esta película se limite a ser una imagen superada del 2001, y no sea un film profético.+)

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